Aquel vestido negro

29.01.2025

Cayetano, con la mirada fija en el estaño de la barra, bebe su vino. Hace más de cincuenta años que conoce el día y la noche de Buenos Aires, y se siente a gusto en aquel viejo bar que, como un retrato en sepia, resiste enclavado en medio de la colorida modernidad del siglo XXI.

El nombre del lugar, "Bar Mistongo", es ya una declaración de principios. Ubicado en una calle que desciende hasta morir en el bajo, se convierte, a lo largo del día, en territorio de una heterogénea fauna porteña.

Aquel mediodía, Cayetano tenía una sensación extraña. Levantó el vaso, vio que estaba vacío y lo dejó en la barra. Miró hacia afuera: en la puerta del banco de enfrente, un camión de caudales estaba estacionado. Dos guardias, con los fusiles en los brazos, vigilaban hacia el bar.

—Qué feo trabajo —pensó.

Don Juan, con la sabiduría de tantos años tras la barra, le llenó de tinto el vaso vacío. Cayetano levantó la vista y agradeció con una sonrisa cómplice. Ese movimiento le permitió ver un viejo póster de El Gráfico con la imagen de Ringo Bonavena.

Esa foto lo arrastró lejos del presente. Volvió a oír el bullicio de la multitud congregada en el Luna Park, aquella noche lejana en que, con dieciocho años, fue a ver una pelea con un grupo de amigos. Estrenaba su primer traje.

Sumergido en el recuerdo, se vio saliendo del estadio. Entre la gente, la descubrió: llevaba un vestido negro que se ajustaba a su cuerpo como una caricia.

Cuando sus miradas se cruzaron, todo se silenció. Solo quedaron ella y él. Sus amigos lo zamarrearon, preguntándole qué hacía, qué miraba tan absorto. Después, entraron a una pizzería.

Se vio a sí mismo charlando en la mesa, recordando cómo la conversación, tras el boxeo, se había dispersado entre literatura, política, revoluciones, amor, vida... y muerte.
Y cómo, en ese momento, él dijo:

—Miren, muchachos, para mí hay muertes que vale la pena vivirlas.

Se estremeció. En su memoria resurgió también el instante en que, caminando solo de regreso a casa, volvió a encontrarla en una esquina. Conversaron. Luego, tomados de la mano, caminaron hasta un hotel.

Fue una noche inolvidable: el vestido negro se deslizó hasta el suelo, dejando su cuerpo al desnudo. Él la abrazó, tembloroso e inexperto, y sus almas se unieron más allá de la pasión de sus cuerpos.

Todavía podía escucharla decirle, frente a su insistencia por volver a verla, que no. Que aquel había sido un encuentro a destiempo, que ya llegaría el momento en que lo buscaría, y entonces podrían compartir toda la eternidad.
La recordaba alejándose, calle abajo, sin volver la mirada.
Desde aquella noche, Cayetano, condenado a la soledad, la buscó en cada rostro que el destino le cruzó.

El sonido de una sirena lo arrancó del pasado. Volvió en sí, en el Bar Mistongo. Miró hacia afuera: algo pasaba en el banco. Los guardias yacían caídos tras el camión.

—Un asalto —dijo en voz alta, mientras se acercaba a la puerta.

Cuando llegó, la escena lo heló.
Un asaltante abrazaba como escudo humano a una joven, apuntándole con un arma.

Y entonces la vio:
Era ella.
El mismo vestido negro. La misma mirada.
Ni una arruga. Ni un año de más.

—No puede ser... Estoy soñando... O estoy en pedo —balbuceó.

Ella también lo reconoció. Lo supo.
Algo, no sabía qué ni de dónde, le dio fuerzas. Cruzó la calle como un relámpago, golpeó al ladrón, la liberó.

El mundo volvió a silenciarse.
Solo existían ellos dos.

La tomó de la cintura y corrieron hasta la esquina. Ella, dócil, lo siguió.
Se detuvieron, se miraron. Y ahora sí, para felicidad de Cayetano, se alejaron juntos, lentamente, calle abajo y sin volver la mirada.

Los diarios del día siguiente narraron el heroico gesto de Cayetano Cepeda, habitual parroquiano del Bar Mistongo, quien con inusitada valentía liberó a una joven estudiante de dieciocho años retenida como rehén durante un asalto a un banco.

Lamentablemente, otro de los delincuentes, desde el interior de la institución, disparó a quemarropa, dando muerte en el acto a Cepeda.