El trámite

01.05.2025

El lugar es oscuro, la pequeña claraboya que hay tiene una cortina negra. Sentado en un banco de cemento contra la pared miro expectante la puerta. Más que estar en la víspera de una esperanza me siento en la antesala de la muerte.

No hay relojes en las paredes. Tampoco sonidos. El silencio es tan espeso que me obliga a tragar saliva a cada rato, como si necesitara justificar mi presencia con algún ruido corporal. El banco es frío, pero más frío aún es el trato. Al llegar, entregué los papeles al hombre de la ventanilla —si es que era un hombre; apenas una silueta detrás del vidrio opaco— y me dijo que esperara mi nombre. Solo eso. Sin número, sin horario, sin causa. Hace horas que estoy acá, pero nadie más entra ni sale. Podría ser cualquier día del año. O ninguno.

Leo la solicitud que retiré de la máquina y que completé para que me permitan entrar. Veo mi firma y casi no la reconozco. Miro mis manos y tengo la sensación de estar disolviéndome en la gris espesura de este ambiente. La puerta se mantiene impávida, diría que me está mirando, esperando que yo me disuelva del todo. No comprendo cómo fue que llegué a esta instancia.

Intento recordar el trámite. ¿Cuál era el motivo? ¿A qué vine exactamente? En algún momento lo supe, incluso estuve convencido de su urgencia. Pero ahora solo tengo este formulario en las manos, esta firma que parece de otro, y un eco vago que me dice que algo debería resolver. Me incorporo. Quisiera tocar la puerta, hablarle, sacudirla. Pero tengo miedo de que al hacerlo se abra. Y que del otro lado me digan lo que ya sospecho: que no debí estar nunca aquí, que estoy ocupando un lugar que no me corresponde.

Vuelvo al banco, dirijo la mirada a la claraboya, tengo la absurda esperanza de que un rayo de luz se cuele a través de la cortina, pero nada, es una fiera cancerbera que no permitirá que eso suceda. Cierro los ojos imaginando colores y no lo consigo, temo que mi capacidad de soñar también se esté diluyendo. Siento ruidos tras la puerta y abro los ojos. Nada. De repente, la tapa que tiene en el centro se abre y una bandeja cae de golpe, el ruido me sobresalta. Una voz mecánica dice —deposite su solicitud y aguarde—.

Obedezco. Meto el formulario en la ranura, pero algo en mí se resiste: no sé si fue mi nombre lo que entregué o mi última certeza. La tapa se cierra de golpe. El sonido metálico reverbera un instante, luego todo vuelve al silencio. Otra vez el banco. Otra vez el frío. Me acaricio las yemas de los dedos y miro si aún tengo huellas dactilares. Me invade una sospecha absurda: ¿y si lo que esperan de mí no es una solicitud, sino una renuncia?

Recuerdo la última vez que soñé, pero no puedo ver las figuras ni oír sus voces, solo siluetas grises desfilando en formación. Abro los ojos, me angustia esa imagen.

Me incorporo otra vez. El banco parece más bajo, como si quisiera retenerme. Camino hasta la puerta, despacio, como si estuviera pisando en falso sobre la realidad. La toco. No cede. No tiene picaporte. Solo esa tapa en el centro, muda ahora, como si nunca hubiera hablado. Acerco la oreja: silencio. Pero lo extraño no es la ausencia de sonido, sino la certeza de que alguien me escucha desde el otro lado.

Me sorprendo hablando en voz baja, apenas un murmullo.

—¿Qué se espera de mí? — La respuesta no llega. El aire se vuelve más espeso y juro que veo a la puerta inflarse levemente, como si respirara

Doy un paso atrás. Vuelvo a sentarme, pero ahora lo hago con torpeza, como si el banco me rechazara. La habitación no ha cambiado, y sin embargo todo se siente distinto. Me duele la espera, pero más me duele saber que no sé qué estoy esperando. Entonces la veo: una figura en el rincón opuesto. No sé cuánto tiempo lleva allí. Está inmóvil, con un formulario en las manos, la mirada perdida. Quisiera hablarle, preguntarle si lo llamaron, si entiende algo de este proceso, pero temo que su respuesta sea un espejo.

Me siento miserable, una rata acurrucada en un ángulo. Me aterra esa figura y no me atrevo a acercarme. Ya no sé qué estoy haciendo acá, si soy el que está en este banco o la figura a mi frente. Intentando escapar cierro los ojos, me quedo así, buscando un color, un aroma, una voz afectuosa. Nada. Los abro, los vuelvo a cerrar para abrirlos nuevamente: la figura no está, desapareció.

Me levanto y miro a mi alrededor, el banco parece más lejano. Dudo si fue ahí donde me senté o si es otro banco. Dudo si alguna vez me senté. La claraboya ya no tiene cortina. O tal vez nunca la tuvo.

La tapa cae nuevamente, el ruido vuelve a sobresaltarme. En la bandeja veo el formulario. Temblando, me acerco y lo agarro. En el centro está cruzado por un sello enorme y debajo una leyenda que dice:

SOLICITUD DENEGADA

El sujeto no ha logrado superar la prueba y demostrar que existe, que no es una mera sombra de lo que fue, solo un resto absurdo.