Laberinto

30.04.2025

Contra la persistente llovizna que empañaba los vidrios, el café ofrecía un refugio cálido. Desde su mesa junto a la ventana, observaba el empedrado de la calle volverse un espejo tembloroso. Las luces de los faroles se difuminaban en la superficie mojada, danzando al compás de las gotas que caían sin cesar. En ese reflejo líquido, sus propios pensamientos comenzaban a tomar forma, una melancolía hecha de muchas figuras inciertas.

Entre ellas, una destacaba por la familiaridad de un gesto. Se llevaba ambas manos al pecho y luego las separaba, como si ofreciera el corazón. Lo estremecía ese movimiento.

Recordó entonces una charla que nunca llegó a producirse. Las "coordenadas existenciales", como solía pensar, no se habían alineado. Vio una plaza, una mañana soleada y una silueta moviéndose. El gesto cobró fuerza en su sensibilidad y se resignificó. Una canción de Manal sonó en su memoria.

La certeza de que el encuentro jamás ocurriría era un peso sutil pero constante en su interior que lo mantenía atrapado en un laberinto de silencios.

La llovizna continuaba su danza melancólica sobre el empedrado. En ese reflejo tembloroso, la figura con el gesto familiar lo conmovía Él comprendió que esa imagen era una representación de su propia nostalgia, el agobiante peso de lo que no sucedió, emergiendo con fuerza en la quietud introspectiva de la tarde lluviosa en Mataderos. Era un recuerdo que provocaba un sentir palpable, la persistente huella de una espera que se había quedado suspendida en el tiempo, como las gotas de lluvia aferrándose a los vidrios de la ventana.