Martes a las once

05.06.2025

Ella era poeta, navegaban versos en sus ojos invitando a naufragar.
No sé si él se dio cuenta, pero en la primera mirada ya estaba con el agua al cuello.

No escribía, no leía poesía, ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que se había emocionado sin entender por qué. Pero esa tarde, en el andén vacío, bastó con que ella lo mirara. Y él sin saberlo ya era rima. O al menos un verso suelto.

A partir de ahi, cada martes, antes de que pasara el tren de las once se sentaba a su lado en el banco de la estación. No hablaban, pero él navegaba en la profundidad de la mirada de ella.

Se encontraban, sin haberse citado nunca, siempre en el mismo banco. Ella dibujaba pájaros en vuelo y trenes en las hojas de un cuaderno. Él buscaba los ojos de ella con su mirada.

Una tarde, ella cerró el libro y lo miró. No como se mira a alguien, sino como si adivinara una palabra que él no sabía que estaba a punto de pronunciar.

—¿Y si no fuera casualidad? —dijo ella, y sonó como un poema escondido entre horarios de trenes.

Él quiso responder. Pero unos pájaros acompañaban al tren que se alejaba. Y ella ya no estaba.