Oficio

21.05.2025

Un día descubrí que restaurar sueños era una linda utopía, y la convertí en un oficio que llevo adelante a través de la escritura.

Para hacerlo me refugio en la escritura de una novela. No lo hago siempre, solo a veces. Esos tiempos en los que la realidad se endurece, cuando los sueños se dan de jeta contra el piso, o cuando la vida, enculada, se empeña en mostrar su lado más fulero.

Entonces escribo. No por oficio, no por deber: lo hago por esa manía de gritarle en la cara al olvido. Para decirle: no vas a salirte con la tuya.

La novela no es un proyecto, pretende ser un refugio, el cobijo bajo un árbol. Ahí, entre las líneas, restauro lo que se me rompió sin darme cuenta: una voz que no escuché, una esperanza que se me cayó del bolsillo, o una historia que me interpela.

Y escribiendo, esos sueños averiados me hablan. A veces susurran, a veces gritan. Me piden que los vuelva a dibujar con otros colores, que los nombre distinto, que los deje ser lo que no pudieron. Yo no los obligo a volver iguales; los dejo transformarse. Pero los escucho. Los escribo. Los suelto.

Sé que no los reparo del todo. Que lo averiado sigue estando ahí, en alguna arruga del relato. Pero hay belleza en lo remendado, en lo imperfecto que se atreve a seguir soñando.

De todas maneras, cuando me guarezco en la escritura de una novela vivo en un territorio donde lo que no fue es y el atardecer se convierte en un lindo amanecer. Y mientras tanto, los silencios recuperan la voz y me llevan a los confines de ese territorio, para atravesarlos y seguir restaurando sueños, ese oficio que un día abracé.