Ruiseñores

Aquel atardecer, Ana, después de recorrer las calles polvorientas del mercado, llega al último puesto con la canasta vacía. Cuando se dispone a regresar, escucha el sonido de una melodía muy suave. Al buscar de dónde proviene, aparece ante sus ojos un puesto que no había visto. Atraída por la música, se acerca y le llama la atención lo que ve: todos los estantes contienen frascos de vidrio de distintos colores, llamativos, pero todos vacíos.
El vendedor, un hombre de pelo muy blanco, se acerca al mostrador y le dice:
—Buenas tardes, Ana. Llegó usted al lugar
indicado. Tengo lo que está buscando.
—¿Cómo sabe quién soy y qué es lo que busco?
—Llevo mucho tiempo aquí, más del que usted podría imaginarse. Estoy desde
antes de que se construyera este mercado. Todas las personas que tienen la
posibilidad de descubrir mi puesto vienen con el objeto de su búsqueda grabado
en la mirada.
—¿Y el nombre también?
—El nombre está escrito en su canasta. Supongo que es el suyo.
—Ah, sí, así me llamo... ¿Quiere decir que puede leer en mi mirada lo que
necesito?
—Sí. Precisamente por eso, porque es una necesidad. Y en su caso, parece muy
imperiosa.
—Dígame entonces cuál es.
—Está buscando unas palabras. Hace mucho que las busca. ¿Busca la palabra
justa, señora? Tengo "olvido sereno", "recuerdo dulce"… y
esta, recién llegada: "eco de valentía".
—¿Cómo sabe que las estoy buscando?
—Como le dije, las tiene escritas en los ojos. Solo resta que les dé vida.
—¿Y cómo hago eso?
—Están en uno de los frascos.
—Pero yo los veo vacíos.
—No lo están. Usted los ve así porque las mantiene ocultas desde hace mucho
tiempo. Las condenó al destierro del silencio porque no se atrevieron a volar
cuando el sol las llamó.
—¿Si las pronunciase, ese sol volvería a salir?
—No.
—¿Entonces para qué me serviría encontrarlas?
—Para que se liberen del peso que llevan, usted y ellas.
—¿Cómo se produciría esa liberación?
—Si realmente quiere liberarse del agobio, abra el frasco adecuado. Las oirá y
verá cómo se convierten en pájaros que se echan a volar.
—¡Suena demasiado mágico eso!
—Usted decide. Yo ya no puedo hacer más.
Ana, no sin cierto recelo, abrió uno de los frascos y nada sucedió. Repitió eso con tres más, con el mismo resultado. Cuando ya se disponía a decirle al vendedor que era un farsante, se sintió atraída por el frasco que estaba al final del estante. Lo abrió, y la misma melodía que oyera al llegar la envolvió. Vio cómo unos ruiseñores salían del frasco y comenzaban a volar.
Permaneció un largo rato con los ojos cerrados. Cuál no fue su asombro cuando los abrió y descubrió que el mercado, junto al vendedor, habían desaparecido y que estaba en su casa, frente a la computadora. En la pantalla se veía el fragmento final de la historia que hacía mucho tiempo no lograba terminar de escribir.