Sobre castillos de arena y palabras

Por esa empecinada costumbre debato duramente con la pantalla de mi computadora.
Desde ahí me interpela el diseño de tapa que hice para la última novela que escribí. Esa historia permanece inédita, y seguramente seguirá en esa condición, como náufraga en una isla.
Me pregunto si las palabras escritas curan las heridas o si son solo botellas al mar. Dicen que escribir alivia, pero yo no lo tengo tan claro.
Las hojas en blanco se ofrecen como refugio de los recuerdos rotos, un sitio donde ponerlos a salvo de la inclemencia. ¿El acto de poblarlas con un texto cambiará algo? Quizás sí, y a partir de ello pueden nacer ilusiones nuevas.
Crear una historia puede sentirse como una conversación con uno mismo. Al plasmar alguna remembranza entre las líneas reconozco ausencias al otro lado del papel. Pero no siempre encuentro respuesta: a veces las palabras se ahogan en el intento. En un sempiterno soliloquio, me contradigo al decir que se trata de magia sanadora.
En una de esas, la escritura es más que cura, resulta un gesto de valentía. Escribir es admitir que existimos con todas nuestras cicatrices, y que está bueno compartirlas, por arriesgado que parezca. Puede que a veces escriba solo para acompañarme, una linterna en medio de la tormenta personal. Y aún, si al final solo hago castillos de arena con las palabras, me gusta imaginar que estos seguirán ahí, recordándome que vivir es soñar e insistir.
Por esa empecinada costumbre, abro un nuevo archivo y empiezo a escribir una historia.