Sobre trasgredir los límites, las recompensas, la pertinacia de andar la vida y el vuelo de un cóndor.

Hace unos años, para celebrar nuestras jubilaciones, hicimos con mi esposa un viaje en auto por el sur argentino. Al llegar a El Chaltén, ese encantador pueblo patagónico, la recepcionista del hostel nos recomendó hacer el sendero a la Laguna de los Tres, al pie del Monte Fitz Roy. Con caminatas por parques de Buenos Aires como única experiencia, aceptamos la sugerencia.
A las once emprendimos la marcha: debíamos recorrer diez kilómetros. Improvisando como bastones dos ramas que habíamos recogido al inicio, comenzamos a caminar. Al poco andar descubrimos que no teníamos el equipo, y mucho menos la experiencia necesaria para acometer tamaña empresa. Sin embargo, empujados por nuestra pertinacia, continuamos la marcha.
Bastante cansados, nos encontramos con el último tramo: cuatrocientos metros de gran desnivel que, para nuestras sensaciones, semejaban kilómetros. Con detenciones cada vez más frecuentes, llegamos a los cien metros finales. Fatigados, nos detuvimos a descansar. Movidos por la férrea voluntad de mi esposa, acometimos ese último esfuerzo.
Al llegar, no pudimos evitar dar un grito de emoción al descubrir la maravilla que se desplegaba ante nosotros: la imponencia de los picos grises, parcialmente cubiertos de nieve, sumada al intenso azul de la laguna, producían una fabulosa mezcla de colores. A pocos metros, la presencia de un zorro completaba un cuadro fantástico. Estábamos totalmente conmovidos; queríamos quedarnos ahí, bebiéndonos esa imagen. Pero la preocupación por la dificultad del descenso y la amenaza del anochecer nos hizo emprender el regreso.
—Siento que con esta aventura de hoy hemos trasgredido nuestros límites —le dije a mi esposa mientras cenábamos, extenuados por el esfuerzo físico y por el estrés de haber regresado en soledad, recorriendo los últimos tres kilómetros de noche, iluminándonos con el celular.
Los cinco años siguientes le dieron total sentido a esa reflexión: anduvimos senderos en Argentina, Chile y Perú. Uno de los puntos culminantes de nuestras aventuras senderistas fue recorrer en su totalidad el Camino del Norte a Santiago y, al año siguiente, el Camino Portugués.
La llegada de la pandemia canceló un viaje que teníamos armado para hacer el Camino Francés, que en su inicio tiene como etapa cruzar los Pirineos. A partir de allí, nuestros anhelos caminantes quedaron refugiados en sendas hojas de un archivo de Excel.
A fines del 2024, cansados de postergar anhelos, armamos un viaje para resolver otra antigua asignatura pendiente: conocer Iruya. Así fue como, a principios de noviembre, iniciamos un viaje en Tucumán. El Cerro San Javier en esa provincia, Salta, Jujuy, Purmamarca y Humahuaca fueron escenario de nuestras andanzas senderistas.
Y finalmente llegó el viaje a Iruya, que en su arranque nos regaló la maravilla de transitar en colectivo el camino de cornisa que conduce hasta allí. Cuando llegamos, nos sorprendió la fantástica imagen de un pequeño pueblo colgado mágicamente de la montaña. Permanecimos tres días. Encantados con la hospitalidad de los lugareños, recorrimos el lugar y disfrutamos de su gastronomía.
El segundo día subimos al Mirador de la Cruz. Si bien tiene algún nivel de exigencia, es de fácil acceso. Cuando llegamos arriba, nos encontramos con Araceli, una encantadora niña de diez años que, en soledad, vende alfajores hechos por ella y disfruta de sacarle fotos a los viajeros. Como muestra de ello, se trepó a la base de la cruz y, en arriesgada pirueta, nos sacó unas fotos buenísimas.
Como resultado de la construcción de un afectuoso vínculo, nos quedamos un rato charlando con ella, que, exhibiendo su naturaleza infantil, nos hizo participar de un juego de adivinanzas para que descubriéramos sus sueños. Así supimos que quiere ser fotógrafa, guía de turismo y coplera. En correspondencia con su juego, le contamos sobre nuestros sueños pendientes. Fue un hermoso momento. Antes de marcharnos, le compramos unos alfajores. Mientras bajábamos, la veíamos subida a un borde saludándonos con ambas manos. Esa encantadora pequeña fue motivo de charla durante un rato largo y quedó alojada en nuestros buenos recuerdos.
El último día acometimos el esforzado reto de subir al Mirador del Cóndor, sendero que termina en un viejo corral de cabras desde el que se puede ver un paisaje formidable. Ahí, algunos viajeros tienen la fortuna de observar el vuelo de un cóndor. Para llegar hasta allí hay que subir más de quinientos metros en un recorrido sinuoso y muy empinado, que en algunos tramos —por lo angosto y cercano al precipicio— se vuelve peligroso: un simple resbalón puede resultar fatal. El ascenso, rodeado de un bellísimo marco natural, nos dejó colgada la amenaza del descenso.
En varias ocasiones pensamos en volver, pero nuestra inveterada pertinacia nos hizo continuar. Y esto tuvo la formidable recompensa de ver uno de los paisajes más bellos de los que hayamos disfrutado. Por si esto fuera poco, tuvimos la fortuna de admirar, junto a una pareja que llegó poco después de nosotros, el majestuoso vuelo de un cóndor. Sentirnos tan libres como él fue un momento fantástico, en el cual revalidé mi idea de que vivir, tal vez, se trate de ejercitar la pertinacia. Y que, de tanto en tanto, eso te regala estas maravillas.
Durante el descenso, para exorcizar el miedo, charlamos sobre el placer de vivir esta experiencia y renovamos los votos de hacer el Camino Francés cruzando los Pirineos. Más tarde, a lo largo de la cena, conversamos sobre aquello de correr los límites, que nos había surgido después de haber llegado a la Laguna de los Tres, en El Chaltén. Y volvimos a convenir que tener proyectos alarga la vida.